Humilde hogar.

"Tenemos las herramientas para hacerlo, solo tenemos que decidir qué construir".

Érase una vez un niño de piel morena y ojos claros. Su edad no era más de 8 años y se tomaba al pie de la letra que ya era casi un hombre. Su única preocupacion era no poder salir al patio para jugar toda la tarde. Su mente era soñadora y pequeña, pero ingeniosa con los chistes y las payasadas. Aquel niño ayudaba en casa como podía. Le hacía pequeños recados a su madre y, a veces, miraba como su padre trabajaba. Este se dedicaba a la chatarrería. El niño le ayudaba a buscar piezas brillantes de metal, pero no todas complacían a su padre. Él le ayudaba a distinguir entre lo que necesitaba y lo que no. El niño aprendió a valorar materiales que jamás había utilizado, pero gracias al poco conocimiento que tenía su padre había aprendido algunas cosas.

El niño cogió pasión como ayudante de su padre. A la salida del colegio iba directamente a la chatarrería, en vez de ir al patio a jugar con los chicos de su edad. A medida que pasaba el tiempo, aquel niño convirtió esos ratitos en una auténtica pasión. No sólo recogía chatarra, encontraba algunas piezas de juguetes o de coches y se las quedaba. Con todo aquello se ponía a construir pequeños aparatos, incluyendo, pequeñas figuritas brillantes. Llevaba en secreto aquella afición porque tampoco entendía bien para qué le servía hacer eso. Él se preguntaba cómo podía crear esos pequeños detalles y sentirse tan satisfecho. Su mente se imaginaba una idea y sus manos hacían el resto.

Poco a poco fue creciendo y presentándoles a sus padres todos los proyectos que hacía. Aunque había dejado de ser un niño para ser un joven adulto que no quería seguir escondiendo todo aquello que guardaba en su interior. Había dejado de sentirse satisfecho a sentirse desolado y enjaulado. Así que empezó un nuevo camino, estudiando para ser un gran arquitecto. Sus años como universitario pasaron rápidos pero sin prisa. Aquel joven aspirante fue muy creativo y consiguió crear lo que más le apasionaba, hogares. Siempre que estaba en su gran despacho decorado con paredes blancas, un escritorio negro y en mitad de la sala una gran mesa blanca de plástico junto a una pizarra y un panel para añadir anotaciones, recortes y posits. Ese lugar era realmente dónde creaba. Ponía encima de la mesa todo lo que necesitaba: presupuestos, materiales, mano de obra, medio ambiente... Y de ahí sacaba una idea moderna, original y responsable con el entorno.

Entonces pasaron 10 años y se sentía saturado. Estaba como al principio, quería más pero no sabía el qué. Había conseguido una gran reputación en su trabajo, por supuesto era el jefe y no contrataba a cualquiera. Él valoraba el trabajo pero también la humanidad. Un día miraba por la ventana de su despacho y miraba a la gente de a pie. "¿Qué es lo que nos falta? ¿Qué no tenemos?"-pensó-. Su mirada se desvió de las aceras de la ciudad y miró más allá. Sus ojos atravesaron el mar y llegaron al otro lado. Se imaginaba el paisaje llano, desértico y sin hogares. "Ahí es donde tengo que ir. Allí es donde necesitan mejorar sus  vidas"-pensó-.

Sin tardanza, se involucró en las ciudades del norte de África. Fue visitando una por una, no solo iba a las ciudades también a los pueblos y aldeas. Cada día apuntaba qué necesitaban todas aquellas personas. Ellos necesitaban cosas sencillas y básicas como pozos y depuradoras de agua. Un tiempo más tarde, tras recorrer gran parte del norte, pensó en cuánto costaría construir aquellas estructuras. Sumaba, sumaba y todo le salía muy caro. Su cabeza echaba humo por el esfuerzo. Pero aquello no le paró, buscó apoyos tanto en su país como en África y lo hizo posible. Aquel hombre no vivía para su trabajo, vivía para hacer más fácil la vida de los que le rodeaban.

"Si superáramos los límites, todo sería posible. Si fuésemos más humanos, creeríamos más en los milagros".

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