Somos lo que nunca llegamos a ser.

El vacío se refugia en mi garganta. El vacío tiene miedo de dejar de ser. Cree que podría ser otro y lo teme. Se mira al espejo y, solo de imaginarse lleno, tiembla. Nada posee ese cuerpo inerte porque cree estar completo en un mundo que lo parece. El reflejo del espejo lo muestra todo, pero no muestra la profundidad de la realidad y de los cuerpos que se creen vivos. Falacias son las dueñas de esa existencia humana, donde hacen creer que se es real. Solo son eso, convencimientos y certezas, pero no profundidades o verdades reales. El espejo no es nada más porque su función es la que es: aparentar.

Aunque cuentan que existe un espejo teñido en polvos de colores e inscripciones de un idioma muy antiguo. El espejo colorea lo que es ausencia de creencia. El espejo profundiza y muestra pinceladas de lo que nos acompaña. Quienes se han atrevido hacerlo han advertido a los dueños que ni se atrevan, porque quizás lo que se les muestre escapa de su entendimiento y muestre lo irreconocible de su ser. Ni los héroes más valientes han querido echar un vistazo, ni los niños perdidos jamás desearon volver, ni los hombres más sabios han intentado dar un salto en su vacío.  

Tienen una obsesión por dejar de ser. Tienen un ritmo intranquilo que se cree pausado al sentido de nuestro tiempo. Temen pasar al otro lado. Han preferido vivir amarrados a sus percepciones y no han dado una oportunidad a lo que les esperaba fuera de la caverna. Los héroes no han sido los caballeros, ni los monarcas, ni los esclavos. Los verdaderos héroes han sido los rozados por el espejo. Aquellos han sido portadores de una capacidad para engullir lo que les rodeaba. Ellos han sido quienes han regalado conocimientos a quienes estaban perdidos. Les temen porque son auténticos expertos en reconocer las reliquias de lo que podrán llegar a ser. 

Posdata: he aprendido a respirar del cielo.


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