Blanca Navidad.

Aquella sala era como sus películas favoritas. Las americanas eran las mejores con aquel aire de poder, superioridad y de aquella marca de la casa que solo ellos tenían. José miraba con gusto aquel falso espejo que ocupaba casi toda la pared. José sabía que ahí se encerraba el secreto y la duda acerca de su pasado, de un pasado que nunca se había atrevido a contar a María. José sabía quién era y que aquellos años de intensa juventud nunca le apartarían de su auténtico destino. A veces deseaba convencerse de que aquello no acabaría con él, quizás, él hallaría la forma de atrapar su destino y hacerlo huir. Era un necio, creía en fantasías hasta que María apareció en su vista en aquella estación de tren donde compartieron asiento y una conversación maravillosa. José estaba tranquilo, todo aquello lo había previsto, pero lo que no había visto venir fue la reacción de María. María era la pobre incrédula que se había casado con él y que ni siquiera sabía que vivía en una mentira. 

Aquel día, el aeropuerto le pareció una cárcel, un lugar aislado donde el ruido de la gente pasaba desapercibido como sus largas lágrimas y su dolor en la garganta. Su madre le había aconsejado que no se preocupase, que se fuera al hotel que habían reservado y pasara la noche allí. Esa misma noche María solo era capaz de quedarse con la mirada perdida. El policía no le había dejado ni despedirse de José. ¡Qué clase de persona era! María se había encontrado de bruces con una falta de compasión, de ilusión y esperanza. María no tenía nada más que su maleta para un mes y sus hermosos vestidos, que deseaba estrenarlos junto a él, junto a José. María se rompía y los recuerdos la atormentaban con falsas esperanzas, pero relució aquel 20 de octubre en la plaza de España, en Sevilla. Aquel fin de semana había sido una sorpresa para ella. No se lo esperaba, no esperaba que la rodilla de José se postrara ante ella y le solicitara permiso para compartir una vida juntos. María suspiró y levantó de nuevo la mirada. ‘’Hoy has caído, mañana será otro día’’. Se quitó el albornoz y antes de acostarse unos ruidos en la puerta la sobresaltaron. María voló hacia la puerta, pero allí no había nadie, salvo una carpeta marrón. María cerró la puerta y se sentó en la cama. Temió si mirar la carpeta, aquello no era de la embajada, sabía que la vida pasada de José había sido complicada, como él decía, pero jamás le había explicado cuánto. Abrió la carpeta y toda la cama quedó decorada con fotos de personas que no conocía y de documentos policiales. Posó sus ojos en una fotografía, pensando que era José, pero era otro hombre con grandes tatuajes en los brazos, unos ojos oscuros que le miraban con desafío acompañados de una sonrisa fiera que despertó en María inquietud. Apartó los ojos rápidamente y volvió a coger la fotografía de su marido. ¡No lo podía creer! Esos dos hombres que sostenía en sus manos eran idénticos, casi hermanos, casi gemelos. ‘’Hermanos gemelos’’, pensó. María se turbó y cerró los ojos. Nada había en su memoria acerca de la familia de José, solo surgía su sencilla muletilla ‘’es complicado’’. Leyó todos aquellos papeles hasta bien entrada la madrugada, apoyó su cara sobre la almohada y se dejó acoger por la tranquilidad del sueño. Decidió esa fingida paz por unas horas, no tenía otro lugar en el que refugiarse.

Un susurro de voces. ‘’María sigue dormida. ¡No la despertéis! Le juré a José que nada le pasaría’’.  Unos pasos, gente hablando a su alrededor, sus ojos se movían tras sus párpados y tuvo que abrir los ojos. María se echó sobre un hombre con la cara tapada, los otros dos fueron en su ayuda y la apartaron con dureza. Estaba contra la pared sujeta por los brazos. María sabía defenderse por aquellas clases de Capoeira que dio durante su adolescencia y su época en la universidad. El hombre que estaba frente a ella recibió una dura patada en la entrepierna, los otros dos la sujetaron con más fuerza. El hombre se levantó con dificultad y le inyectó una jeringuilla. Ahí María lo supo. Supo las salidas de José en mitad de la noche, sus llamadas en la madrugada, el susurro de una dulce voz que le reclamaba ayuda…  José no era un hombre cualquiera, era complicado.

José había sido encarcelado y juzgado en dos días. Ahora vivía con un ridículo traje gris y un compañero que lo idolatraba. Había pasado un año desde su internamiento. José había sido vitoreado al traspasar aquellos gruesos muros de la cárcel. No esperaba algo tan halagador, su fama como capo no acababa tras esos muros. Allí tenía que negociar y sobornar. No era la primera vez que ocupaba el lugar de Enzo Dose, el lugar de su hermano.

‘’Enzo me cuida. Estoy bien acompañada’’, dijo María. José estaba más delgado y su espalda parecía más ancha. Aquella pequeña ventanilla era lo poco que el Estado Norteamericano podía ofrecerles como bienvenida a Nueva York. José tenía una mirada segura. ‘’El objetivo era sacarle de allí como fuera’’, le había dicho Enzo aquella noche en que la atraparon en mitad del sueño. María no hacía más que contarle cuántas cosas había para visitar. ‘’Central Park es mi lugar favorito’’, le había dicho María. Ella actuaba con una naturalidad que asustó a José. Su mirada mostraba un intento de enjaularse, de reprimirse, pero lo que realmente asustaba a María era que disfrutaba con aquello, disfrutaba moviendo los hilos, y fingiendo ser otra persona. Aquellas conversaciones que tenían duraban una hora a la semana. Un sonido de una sirena y la visita había acabado. María se despidió con un dulce beso a través del cristal. José lo arropó en su corazón, pero sabía que algo nuevo estaba empezando a surgir en su mujer. Sus ojos habían cambiado y cada vez se parecían más a los de Enzo. 

    

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