Dos mundos.

Sedientas las arenas, en la playa 
sienten del sol los besos abrasados 
Rosalía de Castro

Cálida danzaba su cuerpo sobre aquel lugar remoto, casi inexistente. Nadie conocía a aquel ser que acostumbraba a caminar entre las dunas del desierto. El sol calentaba su rostro, sin llegar a quemar su piel. Dibujaba hermosas flores doradas a su alrededor, ya que adoraba su figura tranquila, su desconfianza y su aliento. Aquella criatura se sumergía en las entrañas del mundo y no huía. Jamás se alejaba del placer matutino. Hincaba sus manos sobre la arena y, sin esfuerzo, desaparecía del mundo. Nadie supo jamás a dónde iba, hasta que el mar se enamoró de ella. 

Mientras esperaba, la arena se deslizaba entre sus piernas. Al caer la noche, la luna volvía a asomarse a los límites del mundo e iluminaba la playa para que aquella bella criatura apaciguara la frialdad que el mar traía consigo. Él la acariciaba y apaciguaba mientras ella dormía. Él conocía sus cicatrices, sus palabras, sus falsas promesas, sus hermosas estrías... Se deshacía su lengua con la suya y no podía evitar acercarse a su cálido corazón. Él deseaba introducirse en su mundo, en el mundo en que ella vivía. Sabía que eran muchas las cosas que se ocultaban en aquellos ojos verdes. 

Él no luchaba contra ella, no era capaz de forzar aquella puerta, pues confiaba en que ella abriera su pecho y sus labios para confiarle sus pensamientos más profundos. Ella conocía la sencillez de sus olas, la tranquilidad de su espíritu y la mansedumbre con que asumía sus peticiones. Ella era ardiente y pasional. En cambio, Él solo era tranquilo cuando ella estaba cerca. Ambos se fundían y no era la primera vez que dos criaturas se poseían, se consumían, se introducían la una en la otra. Aquella primera llama fue la que alimentó la sed del desierto y liberó al mar de su frialdad.





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